viernes, 14 de diciembre de 2012

Mi indigno homenaje

Usualmente los homenajes, en cualquiera de sus formas, relatan las gestas más retumbantes, los triunfos, la ejemplaridad de una vida o la contribución activa de alguien en la consecución de un logro. Ésta será la excepción. Porque a pesar de ser un sentidísimo homenaje, quiero rememorar uno de los más tristes resultados en la historia de la Selección Colombia, pero que en lo personal, catapultó al fenomenal Miguel Calero a la inmortalidad, a ese pedestal de los grandes al que se perfilaba desde siempre y con paso firme en sus más desprevenidos inicios en el Deportivo Cali.

Colombia encaraba con altibajos las eliminatorias a Japón y Corea del Sur 2002. Nadie en el país terminaba de asimilar el recambio generacional que planteaba evidentemente una camada inferior a la anterior. En el arco subsistía no obstante la prenda de garantía que siempre fue Óscar Córdoba, quién encaró toda la primera ronda en la que Colombia se empezaba a acostumbrar a su lucha (que se extendió por más de una década) por el cuarto, quinto y sexto lugar de la Conmebol. La acumulación de tarjetas marginaba a Córdoba del siguiente reto y brindaba la oportunidad al que había sido su sustituto durante toda la eliminatoria "Miguelaso" Calero.

Partiendo en una incómoda posición en la tabla de clasificación (sexto), la segunda ronda comenzaba con un partido que amedrentaría a cualquiera que en su vida haya pateado un balón: visitábamos a Brasil en Morumbí. El arsenal de Brasil incluía nombres como Cafú, Edmundo, Vampeta, Adriano, Juninho Paulista y el que en ese momento era el mejor del mundo: Rivaldo. Un equipo diseñado para ganar, golear y gustar y que a la postre terminaría llevándose el mundial organizado por los orientales. Con la casa del Sao Paulo a reventar como marco, por donde se lo mirara la fiesta era brasileña y nosotros el alicaído rival. El estadio era una caldera que se ondeaba al ritmo de pequeñas banderitas de Brasil obsequiadas a cada hincha por la logística del partido. Morumbí daba la impresión de ondearse al ritmo de pequeñísimos puntos y comas verdes al estilo Van Gogh.

Todos con el corazón en la boca y el partido comenzó. Como era de esperarse Brasil llevaba la manija del partido. Pero qué grande, qué grande, cómo tapó ese día Miguel Calero. Atajó a quema-ropa, mano a mano, cortó centros, fue líbero, empezó poco a poco a transmitir seguridad a todo el equipo desde el arco, hecho que comenzó a contrastar con la desesperación brasileña. Pasado el aluvión, Colombia controlaba su mitad de cancha y las individualidades eran el único recurso de un Brasil errático que siempre encontró término a sus aislados ataques en la humanidad del inmortal (no me canso de repetirlo) Miguel Calero. Así transcurrió la mayor parte del partido. El suplente de toda la eliminatoria era el bastión de un puntazo de oro en una de las canchas más inexpugnables del planeta.

El ambiente se enrareció aún más cuando faltando 10 minutos para el final del partido el descontento paulista desembocó en miles de banderitas brasileñas volando por los aires, más el hiriente y resignado grito de "burro, burro" a quien es ese momento era técnico del scratch, Vanderlei Luxemburgo. La Selección Colombia había terminado por adueñarse del balón y del partido. Incluso, algunos brasileños alcanzaron a gritar un "ole" furioso a favor del visitante y el buen tránsito que éste le daba al balón. La todopoderosa Brasil lucía resignada, confusa, diluída en su falta de ideas y con el peso de 50000 mil brasileños inconformes sobre ellos.

Pero el fútbol no conoce de justicias ni méritos, y transcurridos 2 minutos y 45 segundos de los 3 de adición que esa tarde del 15 de noviembre del 2000 decretó Jorge Larrionda, en un estadio ya no tan lleno -porque muchos hinchas locales optaron por irse ante el dominio colombiano y la soñada tarde de Miguel Calero-, el designio de la tragedia griega se hizo presente y una atajada de Calero terminó en un aciago tiro de esquina. Dos o tres segundos restaban. El centro fue a dar unos metros delante del punto penal y allí, de la nada, un fantasmal Roque Junior saltó, conectó el testazo y la dejó adentro a pesar de la volada de Miguel Calero.

Si a mí me preguntan, ese fue uno de los momentos más tristes en esta larga historia como hincha de la Selección. No obstante ese día, en medio de las lágrimas, un jugador trascendió de la admiración al culto, y de ahí a la vida eterna. Gracias Miguel. Discúlpame por haber escogido una infausta historia entre las cientas que te encargaste de colorear con gloria y alegrías. Esta anécdota no reivindica en nada el dolor infinito de tu partida, pero para mí fue el escalón que subiste para alcanzar la altura de las leyendas. Estos días no he querido ver fútbol porque ahora me parece un poco más frío, siento que algo le falta, y espero que este indigno homenaje sea capaz de descongestionar mi pena.

No sé si nombrar un estadio, remover el número "1" de "los Tuzos", hacer una estatua o múltiples escritos sean capaces de mitigar la amargura de tu abrupta partida, no lo creo. Sólo queda dar a conocer tu historia como testimonio veraz de uno de los mejores espectáculos que el fútbol colombiano haya podido brindar al fútbol como deporte.
Respetos por siempre Miguel.